Reloj nuevo.

Tengo reloj nuevo. El anterior se murió de viejecito en febrero, y por unas cosas o por otras no había comprado uno.

Un reloj parece una tontería; quiero decir, usarlo. Hay gente que no lo lleva y usa el del móvil, por ejemplo, o que no tiene costumbre. Sin embargo yo siempre he tenido reloj.

Un reloj no es un simple medidor del paso del tiempo; algo que consultar, una manera de no llegar tarde a los sitios.

No, un reloj es otra cosa. Es un acompañante de los latidos del corazón de quien lo lleva, un fiel amigo, porque, desde su humilde lugar, vive todas nuestras horas con nosotros; las insustanciales y las que no olvidaremos nunca. Las alegres, y las más tristes. Y desde ahí, nos sabe tristes, nos ve contentos, nos escucha hablar superficialmente, o sabe que a las siete y veinte de aquella tarde, por ejemplo, vimos llegar un tren que traía a alguien querido, o aquella noche a las dos de la madrugada nos acompañó en la ambulancia sintiendo el dolor.

Un reloj sabe de nuestro mal humor, el despertar mañanero, las enfermedades repentinas, o del sueño tranquilo que él vela.

Compañero modesto, silencioso, discreto, fiel; contento de verse en la muñeca durante años, a veces sonrojado si presumimos de lo que está durando, cuando se para definitivamente sólo aspira a tener una muerte dulce, que no nos enfademos con él; que lo guardemos en algún rincón de la casa, no acabar en la basura: él, que tan fielmente midió nuestras horas mientras latía a la par que nuestro corazón.

Lo miro con ternura; su compañero duró 20 años; si las previsiones se cumplen envejeceremos juntos.